lunes, 5 de diciembre de 2016

"Esperando al Dr. Sasso"



Si a cualquiera de los que estuvieron allí aquella tarde, hace ya algunos años, les preguntasen qué pasó, contarían casi lo mismo. Hablarían de la silueta oronda de hombros y medias caídas que se alejaba, como los héroes en el final de las viejas películas de acción, recortada sobre un enorme disco naranja que el horizonte devoraba sin hambre y con lentitud. Algunos de los allí presentes hablan de primavera, otros que pasó en otoño. Hay otro grupo que no se anima a encerrarlo en estaciones y recuerda una tarde sofocante y calurosa que defiende en tibias discusiones de los que aseveran que aquel domingo hizo un frío de pelotas. Más allá de algunas imprecisiones –con el tiempo achacadas a la flojera de memoria y a las primeras señales de obstinación del paso del tiempo– todos desempolvan, a coro, el recuerdo del Dr. Sasso alejándose cabizbajo en el final de aquel día domingo, sin sospechar que su decisión marcaría el inicio de un final más grande, más lento y profundo. Ocampo miraba con recelo el abandono del primero de sus colosos, sospechando un entuerto dramático, una pose de ego mancillado, un me-enculé-de-que-todos-estos-papafritas–no-sepan-una-mierda-de-nada, un capricho de divo de chocolate Jack.

La cuestión es que el Dr. se fue y se llevó la respuesta a un montón de preguntas. No se llevó la sabiduría, se llevó teorías, posturas y cierta magia verticalista de dudosa valía. A partir de ahí, como un presagio, una maldición, o un diabólico homenaje a la obra de Dumas, los mosqueteros fueron abandonando de a uno Ocampo, heridos y maltrechos por diversas y curiosas circunstancias con la esperanza de algún día volver e enfundar sus pies en el cuero colorido de un botín moderno y llenar la garganta con un grito de esos que salen de un puño cerrado y que te obligan a hacer un esfuerzo extra para no cagarte encima.

Pocos quedaron de pie. Poco quedó de aquellas viejas glorias sobre Ocampo. Y a pesar de la resistencia de algunos, el final llegó a su fin. Ocampo cierra, y su pasto verde poblado de pegajosas bolitas de mierda de conejo quedará sepultado bajo un edificio de oficinas. Pocas cosas son más tristes que aceptar cuando un recuerdo ya no puede beber más del paisaje donde se produjo. Cuando volvés al lugar donde algo pasó y encontrás otra cosa. Es prácticamente imposible señalar una moderna construcción, apuntar a su recepción de mármol y blindex y decirle a uno de tus hijos; “ahí… ahí mismo… ahí paparulo, seguí el dedo,  ¿ves ahí donde están los modernos molinetes?, ahí lo vi picar a Ireneo por la banda pidiéndola con la mano en alto, penetrando el aire, aerodinámico como un cóndor… y ahí, ¿viste? ¿donde está el portero?, ¿el de bigotes? Bueno, ahí Il Bello Alessandro vaciaba la vejiga cuando se le llenaba sin importarle nada, ni siquiera las condiciones higiénicas en las que quedaban los guantes del arquero rival cuando descolgaba los córners… ahí, sí, ahí donde están los ascensores estaba Don Jorge y detrás de él las heladeras llenas del más caro néctar de la fuente de la eterna juventud que disimulaba en botellas de Gatorade, y un poco más allá, donde está el estacionamiento, estaba la cancha 2 donde jugamos el último partido…”. Me imagino que es como contarle a tu hijo Duro de Matar mirando Tinkerbell,… lo mismo.

Ocampo fue testigo durante años de contiendas magníficas, de rojos y azules, amarillo flúo y resto del mundo, de remontadas históricas, de apopeyas futbolísticas, de discusiones, peleas, vendetas, de quebraduras y desgarros, de modas extravagantes como el hasta hoy incomprendido Sodero’s Look ocassional Fashion de Sergio y el Smile del Bocha. Por su áspera y acolchada superficie pasaron chinos asesinos, verticalistas obsesos, calesiteros compulsivos, ninjas voladores, magníficos soliloquios dramáticos (y casi Shakespirianos) a cargo del Loco, rengueras de perro, aflojadas de cadena, discusiones de estilos y esencias del fútbol y cientos, tal vez miles, de goles, algunos de inusitada belleza.

Nadie recordará las tardes de Ocampo salvo sus protagonistas. Por eso algunos de ellos se dieron cita en un último partido, en un particular y emotivo reencuentro para homenajear al lugar que tanto les dio en un pobre intento de recuperar de la memoria lo que alguna vez fueron.

Así fue como el primer domingo de diciembre, el último del complejo deportivo, encontró a las viejas glorias de Ocampo paradas sobre el verde, con el paso del tiempo bien barajado y distribuido en equitativo deterioro en panzas, peladas, canas y papadas. Allí, con el orgullo intacto, los brazos en jarra, las piernas separadas y el mentón levantado, Calo, Quiroga, Nando, Ale, El Nono, Sergio, Charly y el bocha, le decían al puto de Dumas: “Volvieron los mosqueteros, pichón”. Allí mismo, y para hacer número, los acompañaron, “Patada de mula” Ariel, y los herederos de Benítez y Calderón, orgullo de sus padres y futuro del balompié argentino amateur.

Hacer una crónica de la contienda sería faltar al respeto al motivo de su convocatoria. Relatar lo que allí sucedió no sería justo para ninguno de los participantes. Todos exhibieron sus buenas artes, viejas mañas y torpezas habituales. Se extrañó a los que no pudieron ir y el adiós fue incompleto y casi en silencio. Solo los ósculos y las palmadas de despedida, tal vez alguna palabra al pasar, alguna última chicana, solapaban el enorme silencio que se abría en los corazones. Entre abrazo y abrazo, disimulado en el parpadeo, todos y cada uno en algún momento de la despedida echaba una mirada de soslayo al horizonte, porque la esperanza es lo último que se pierde y perdido por perdido, todos soñamos con la cosquilla en la pupila de encontrar de nuevo la silueta del Dr. Sasso desandando el camino y el tiempo  para arrojar algo de luz sobre tanta, pero tanta tiniebla.

Aro de humo
Diciembre 2016