Si a cualquiera de los que estuvieron
allí aquella tarde, hace ya algunos años, les preguntasen qué pasó, contarían
casi lo mismo. Hablarían de la silueta oronda de hombros y medias caídas que se
alejaba, como los héroes en el final de las viejas películas de acción,
recortada sobre un enorme disco naranja que el horizonte devoraba sin hambre y
con lentitud. Algunos de los allí presentes hablan de primavera, otros que pasó
en otoño. Hay otro grupo que no se anima a encerrarlo en estaciones y recuerda
una tarde sofocante y calurosa que defiende en tibias discusiones de los que
aseveran que aquel domingo hizo un frío de pelotas. Más allá de algunas
imprecisiones –con el tiempo achacadas a la flojera de memoria y a las primeras
señales de obstinación del paso del tiempo– todos desempolvan, a coro, el
recuerdo del Dr. Sasso alejándose cabizbajo en el final de aquel día domingo,
sin sospechar que su decisión marcaría el inicio de un final más grande, más
lento y profundo. Ocampo miraba con recelo el abandono del primero de sus
colosos, sospechando un entuerto dramático, una pose de ego mancillado, un
me-enculé-de-que-todos-estos-papafritas–no-sepan-una-mierda-de-nada, un
capricho de divo de chocolate Jack.
La cuestión es que el Dr. se fue y se
llevó la respuesta a un montón de preguntas. No se llevó la sabiduría, se llevó
teorías, posturas y cierta magia verticalista de dudosa valía. A partir de ahí,
como un presagio, una maldición, o un diabólico homenaje a la obra de Dumas,
los mosqueteros fueron abandonando de a uno Ocampo, heridos y maltrechos por
diversas y curiosas circunstancias con la esperanza de algún día volver e
enfundar sus pies en el cuero colorido de un botín moderno y llenar la garganta
con un grito de esos que salen de un puño cerrado y que te obligan a hacer un
esfuerzo extra para no cagarte encima.
Pocos quedaron de pie. Poco quedó de
aquellas viejas glorias sobre Ocampo. Y a pesar de la resistencia de algunos,
el final llegó a su fin. Ocampo cierra, y su pasto verde poblado de pegajosas
bolitas de mierda de conejo quedará sepultado bajo un edificio de oficinas.
Pocas cosas son más tristes que aceptar cuando un recuerdo ya no puede beber
más del paisaje donde se produjo. Cuando volvés al lugar donde algo pasó y
encontrás otra cosa. Es prácticamente imposible señalar una moderna
construcción, apuntar a su recepción de mármol y blindex y decirle a uno de tus
hijos; “ahí… ahí mismo… ahí paparulo, seguí el dedo, ¿ves ahí donde están los modernos molinetes?,
ahí lo vi picar a Ireneo por la banda pidiéndola con la mano en alto,
penetrando el aire, aerodinámico como un cóndor… y ahí, ¿viste? ¿donde está el
portero?, ¿el de bigotes? Bueno, ahí Il Bello Alessandro vaciaba la vejiga
cuando se le llenaba sin importarle nada, ni siquiera las condiciones
higiénicas en las que quedaban los guantes del arquero rival cuando descolgaba
los córners… ahí, sí, ahí donde están los ascensores estaba Don Jorge y detrás
de él las heladeras llenas del más caro néctar de la fuente de la eterna
juventud que disimulaba en botellas de Gatorade, y un poco más allá, donde está
el estacionamiento, estaba la cancha 2 donde jugamos el último partido…”. Me
imagino que es como contarle a tu hijo Duro
de Matar mirando Tinkerbell,… lo
mismo.
Ocampo fue testigo durante años de
contiendas magníficas, de rojos y azules, amarillo flúo y resto del mundo, de
remontadas históricas, de apopeyas futbolísticas, de discusiones, peleas,
vendetas, de quebraduras y desgarros, de modas extravagantes como el hasta hoy
incomprendido Sodero’s Look ocassional
Fashion de Sergio y el Smile del
Bocha. Por su áspera y acolchada superficie pasaron chinos asesinos, verticalistas
obsesos, calesiteros compulsivos, ninjas voladores, magníficos soliloquios
dramáticos (y casi Shakespirianos) a cargo del Loco, rengueras de perro,
aflojadas de cadena, discusiones de estilos y esencias del fútbol y cientos,
tal vez miles, de goles, algunos de inusitada belleza.
Nadie recordará las tardes de Ocampo
salvo sus protagonistas. Por eso algunos de ellos se dieron cita en un último
partido, en un particular y emotivo reencuentro para homenajear al lugar que
tanto les dio en un pobre intento de recuperar de la memoria lo que alguna vez
fueron.
Así fue como el primer domingo de
diciembre, el último del complejo deportivo, encontró a las viejas glorias de
Ocampo paradas sobre el verde, con el paso del tiempo bien barajado y
distribuido en equitativo deterioro en panzas, peladas, canas y papadas. Allí,
con el orgullo intacto, los brazos en jarra, las piernas separadas y el mentón
levantado, Calo, Quiroga, Nando, Ale, El Nono, Sergio, Charly y el bocha, le
decían al puto de Dumas: “Volvieron los mosqueteros, pichón”. Allí mismo, y
para hacer número, los acompañaron, “Patada de mula” Ariel, y los herederos de
Benítez y Calderón, orgullo de sus padres y futuro del balompié argentino
amateur.
Hacer una crónica de la contienda sería
faltar al respeto al motivo de su convocatoria. Relatar lo que allí sucedió no
sería justo para ninguno de los participantes. Todos exhibieron sus buenas
artes, viejas mañas y torpezas habituales. Se extrañó a los que no pudieron ir
y el adiós fue incompleto y casi en silencio. Solo los ósculos y las palmadas
de despedida, tal vez alguna palabra al pasar, alguna última chicana, solapaban
el enorme silencio que se abría en los corazones. Entre abrazo y abrazo,
disimulado en el parpadeo, todos y cada uno en algún momento de la despedida
echaba una mirada de soslayo al horizonte, porque la esperanza es lo último que
se pierde y perdido por perdido, todos soñamos con la cosquilla en la pupila de
encontrar de nuevo la silueta del Dr. Sasso desandando el camino y el tiempo para arrojar algo de luz sobre tanta, pero
tanta tiniebla.
Diciembre 2016