A mi viejo, que sembró en mi corazón la semilla
indescriptible de la pasión atlética.
“Es bueno
saber que de vez en cuando aparece un David y vuelve a tumbar a un Goliat”, le
escribía en un whatsapp hace unos días a un amigo (o tal vez era mi hermano, no
lo recuerdo con precisión). Lo escribí bajo los efluvios de una pasión
afiebrada, embriagado por la inconmensurable conquista del título de Campeón de
la Liga de España (La BBVA que le dicen) por parte del Atlético de Madrid (de
aquí en adelante, “El Aleti”).
Antes que nada
quiero decir que mi nombre no es importante. Tampoco mi edad o cualquier otro
dato. Solo voy a decir que en lo profundo de mi pecho chapotea empantanado un
corazón Rojiblanco. Y es bueno aclararlo porque nada de lo que lean es
objetivo. Todo está cargado de una subjetividad repugnante y teñido por los
tonos de una enorme bandera roja y blanca que se descuelga desde el cielo hasta
el centro del alma de la tierra.
Ganamos la
Liga. Pero mi corazón rojiblanco de enano gigante prefiere pensar que la
robamos. Se la robamos a los de siempre. Se la arrebatamos de las manos al
imperio monopólico de la inmoral danza de los millones con los que se compran
centímetros de entrepierna. Nosotros, “los Indios” como nos llaman en claro
tono discriminatorio con resabios de virreinato, aparecimos en escena en medio
de la aburrida pulseada de los dos Goliats de siempre: el Barcelona y el Real
Madrid. Se la robamos ante la mirada atónita de ambos y del mundo. Lo hicimos
como héroes angustiosos a los que no les sobra nada, con el alma, y pegándole a
la pelota con la uña del pie (principalmente para despejarla). Se la Robamos al
enemigo de siempre –el Madrid– que nos soplaba la nuca y jugándonos La Liga a
un solo partido cargado de mediocridad y heroísmo en una final impensada contra
el Barça.
Ganamos o
robamos (a fin de cuentas me da igual) con un equipo modesto, sin demasiado
vuelo futbolístico, con disciplina, construyendo fortalezas allí donde otros
solo ven sus debilidades. Nadie pensó que se podía soñar. Ni siquiera nosotros
mismos, los hinchas, optimistas crónicos y amantes incondicionales. Soñar con
un título era algo no permitido para el mundo que se desparramaba afuera de las
murallas del castillo de los hijos del poder, de los titiriteros del destino,
de los hijos de Blatter. Pero hubo un día, un domingo, una fecha, una tarde, en
la que sentimos que si no soñábamos muy fuerte, podíamos imaginar la gloria a
escondidas y cómo sería el tacto del metal de una nueva copa resistida en el
tiempo. Nunca pensamos que podíamos hacernos realmente con algo que solo
podíamos mirar aplastando la nariz contra el vidrio.
Ganamos la
Liga. Mi corazón Atlético saltó de alegría encerrado en un pecho demasiado
pequeño para la felicidad de un orgullo renovado que miraba las caras que ponen
los de siempre cuando no se llevan nada.
Y la felicidad
podía ser aún mayor si, además, lográbamos poner en nuestras vitrinas la
reluciente copa de la Champions League, ésa que te dice que entraste en un
nuevo estrato, ésa que reconoce tu grandeza más allá del horizonte, ésa que te
convierte en el rey de europa por un año (o para toda la vida según el
entusiasmo con que se mire). Una copa inalcanzable, que pasa por nuestro
fixture rojiblanco como el cometa Halley cada “nosécuantos” años y la vemos
pasar como un tren sin estación.
Y estuvimos a
esto de lograrlo. Y cuando digo esto, mi pulgar e índice señalan un espacio por
el que apenas podría pasar un rayo de luz. Estuvimos a dos minutos de lograrlo
(dos minutos envenenados de tiempo adicional). Estuvimos a dos minutos de
lanzar una segunda piedra y escuchar el estruendo de otro Goliat golpeando sus
huesos contra el suelo. Pero no, esta vez no pasó. No pudimos. El maleficio se
hizo presente una vez más. Ahí estaba yo, en el área con los 11 jugadores del
Aleti, sacando pelotas con lo que se pudiese, alejando de mi cabeza los malos presagios
que se condensaban en cada avance Blanco: cada vez más cerca, cada vez más
intenso, sin ideas, luchando contra un enjambre de piernas rojiblancas cada vez
más lentas, más cansadas, más torpes. Y esta vez los de siempre lograron lo de
siempre y David se quedó mirando desolado como Goliat se ponía en pié y se
sacudía el manchón de tierra del lugar en donde la piedra hizo impacto, y se le
llenaban los ojos de venganza.
Podría
preguntar desde el dolor de mi corazón rojiblanco cuánto se paga en el mercado
negro el minuto adicional. Pero no sirve de nada porque igual hay que meterla
en el arco en esos minutos donde todo es angustia y presión, y hasta donde me
dieron los ojos, no cabeceó el réferi de palomita alimentando suspicacias y
despertando sospechas de una contienda teñida de fraude. Podría decir que no lo
merecieron porque no se les caía una idea al equipo de los quichicientos mil
millones de euros crujientes, pero no creo que eso tampoco sea justo: hicieron
lo que pudieron en el trocito que les dejamos hacer. ¿Justo? ¿Injusto? Es
difícil de decir. Tampoco creo que un Madridista hubiese sentido justo perder
la Champions por un gol y frente a un equipo que cierra el área y para abrirla
hay que destriparlo porque se tragó la llave. Sí me pregunto cuánto vale un
penal humillante e innecesario a un minuto del final de la prorroga para que el
hijo no reconocido de Blatter amplíe su récord y establezca en él una marca
insuperable para las futuras generaciones de jugadores hijos mimados de
dirigentes mediocres.
Creo que 5
minutos de tiempo adicional es mucho tiempo. Creo que es algo que impacta en lo
anímico en un equipo acorralado, mermado y cansado que sabe que no puede
contener al gigante mucho más tiempo. Creo que ese gol demolió los cimientos de
nuestro ánimo (adentro y afuera de la cancha) y nos enfrentó a nuestra imagen
en el espejo. Sin piernas, sin Costa, Sin Turan, sin Filipe Luis, con Juan Fran
caminando con las patas del oso del escudo de la camiseta, sin poder pasar la
mitad de la cancha, sin nadie que la tenga y duerma el reloj, con la peor
versión de Villa y el globo de nuestra confianza perdiendo aire segundo a
segundo hasta ese instante en el que Ramos se elevó y cabeceó esa puñalada
mortal (a la heroica, con el carácter que sólo él tiene en ese equipo de
merengadas desabridas que gesticulan emoción pensando en sus cuentas
bancarias).
Ahí mismo lo
supe. El Cholo también. Los 11 rojiblancos en cancha, las 30 mil personas del
estadio y los miles de corazones que se detuvieron frente a los miles de
televisores en el momento en el que entraba esa pelota limpita por el ángulo
superior: sabíamos que ese partido estaba perdido. Esperábamos el milagro, para
qué mentirles, pero sabíamos que habíamos agotado la cuota de suerte necesaria
para ser campeón. Perdimos, lo demás, no importa nada. El marcador
exageradamente abultado y la triste imagen de Cristiano sin camiseta, apretando
sus músculos depilados como un fisicoculturista de pacotilla, un guerrero de
spa, un gladiador de la depilación a la cera, en un festejo anacrónico y
desmedido para un gol que no definía nada, regalo de papá FIFA para no incurrir
en un berrinche innecesario.
Hoy, domingo,
mi corazón atlético no deja de pensar que estuvimos a esto de lograrlo. Que el
festejo podría haber sido a unas 20 cuadras de donde terminó siendo. Que por
una vez podíamos haber derrotado a dos gigantes en 6 días y llevarnos dos
pedazos de cielo con los que alimentarnos por algunas décadas. Hoy, domingo, me
desperté con la imagen pastosa de Sergio Ramos elevándose en el aire y la
angustia de mi corazón atlético atorándose en el barro. Morimos por la misma
arma con la que matamos: con el corazón. Porque de algo estoy seguro: Sergio
Ramos es el único que tiene sangre en ese artículo de lujo que es el Real
Madrid. Por momentos me da bronca que no sea Atlético. Por momentos me cuesta
creer que alguien tan sanguíneo se identifique con un equipo tan descremado.
Pensé con envidia en las manos de Casillas, las únicas manos que han levantado
todos los trofeos del universo futbolístico, las mismas que manoteaban con
desesperación el aire, a mitad de camino, buscando la pelota cabeceada por
Godín que llenó de lágrimas aplastadas las camisetas rojiblancas.
Estoy triste,
orgulloso y feliz, y no creo que sea necesario extenderme en explicar las
razones de todo ello porque hemos hecho algo grande y eso no nos lo quita
nadie. Es posible que no tener en nuestras manos el trofeo que premia tanto
esfuerzo desplegado haga que la campaña hecha se diluya en el olvido a lo largo
del tiempo. Pero no. Somos atléticos, eso del olvido solo pasa en la vereda de
enfrente.
Ayer, con el
dolor de la derrota consolidada pensaba en mi corazón. Pensaba en él mientras
continuaba sintiendo mi puño apretándolo, incluso ahora que se me resbalaba
empapado de desolación. Lo imaginaba latiendo con sus tiras rojas y blancas y
pensé: Hay algo de pureza en el blanco que atraviesa nuestro corazón rojo. En
cambio, ellos, no tienen una sola gota de rojo en su corazón de nata.
Gracias Cholo.
Gracias Jugadores.